‘Tiempo de silencio’ o tiempo de ausencias, de Luis Martín-Santos

Decálogo de libros del 1 al 10, realizado en diez días (sin que el orden denote prelación), que intenta recordar, comentar, destacar aspectos esenciales de algunas de las obras literarias que han sido decisivas para mí. En tiempos de pandemia los libros nos salvan de la vida. La elección está sujeta a razones subjetivas y, por supuesto, injustas, como en cualquier selección. Por el camino quedan obras memorables, autores capitales que no pueden ser contenidos en este decálogo de lecturas, tan reducido como su nombre indica.

DÍA 1: Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos

Acepto el relevo de mi estimado y admirado Omar Villasana y empiezo, diariamente durante 10 días, a dejar constancia de esos libros especiales para mí. Quiero hablar de aquellas historias que me impactaron por la razón que fuera, que con la fuerza de sus palabras me han hecho como soy.

Hoy, día 1, empiezo con la novela de Luis Martín-Santos, Tiempo de silencio. No es la primera lectura en subyugarme, pero cronologías aparte, su título marca un hito, adquiere en estos días una significación implacable. Cuando alguien logre escribir la novela de nuestro tiempo, con la implacable pandemia del Sars Covid-19, bien podría titularla: Tiempo de ausencias. Por esa razón la he escogido.

Tiempo de silencio es una novela imprescindible. Se publicó por vez primera en 1961 en Seix Barral, y la edición que os muestro es del 85, de la misma editorial. Su autor, psiquiatra de profesión, denuncia el atraso cultural y científico de la España empobrecida de 1949. Me impresionó muchísimo su descripción de la pobreza en las chabolas, cómo criaban ratas para venderlas a los laboratorios científicos, que subsistían en precario. La vida infrahumana de esas personas las conducía también a una miseria moral que Martín-Santos describe con un estilo fuera del orden imperante en el panorama español de la época.

A día de hoy me sigue pareciendo una obra memorable y lamento profundamente que su autor falleciera tan pronto, a la edad de cuarenta años. Al menos él nos dejó su Tiempo de silencio. Otros no han tenido la misma suerte.

La vida puede ser dura pero, a veces, la gente del pueblo qué carnes tan apretaditas tienen y qué bien saben andar o hacer gestos o reír disparatadamente cuando nada provoca a la risa o estremecerse como de voluptuosidad, cuando lo único que ocurre es que hace sol o que el aire está limpio. Esa engañosa belleza de la juventud que parece tapar la existencia de verdaderos problemas, esa gracia de la niñez, esa turgencia de los diecinueve años, esa posibilidad de que los ojos brillen desde cuando aún se soportan desde sólo tres o cuatro lustros la miseria y la escasez y el esfuerzo, confunden muchas veces y hacen parecer  que no está tan mal todo lo que verdaderamente está muy mal.

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