¿Qué sentido tiene la dignidad cuando el bufón con su cuerpo de peonza mira socarrón al otro lado del espejo?
Un giro, una pirueta descontrolada convocan un duelo sin esgrima, gotas de acíbar entre destellos de tierra mojada y sus ojos como terrones marrones y secos son el alimento de la distancia.
¿Qué sentido tiene yacer boca abajo desdibujada en el enigma de un boceto no resuelto? Duele el color gris, el tósigo corriendo por las venas, el suspenso del ser sin alas, perdido el pie en cada quiebro.
¿Qué sentido tienen todos los cascabeles de un gorro, su apretado arcoíris, zascandiles del tintineo, risa loca del bufón al otro lado del espejo?
Solo rueda y con su cuerpo de peonza rueda, mientras a su alrededor −esperpento sin sombra− un lazo invisible en su bucle lo aprisiona.
¿Qué sentido tiene la dignidad cuando nada valioso ni insigne interrumpe tu perfil al otro lado del espejo?
Emprendo a veces, sin querer saberlo, a contrapelo, guerras de antemano perdidas. Yo lo sé y los desgarrones en mi piel dan fe de la contienda y de mi tesón inútil. Cuando la línea roja se traspasa y el trampantojo adquiere la cualidad líquida del deseo la brecha se hace ascuas. Un batir de alas, una hoguera, el ave fénix se desangra.
Emprendo a veces, sin querer saberlo, a contrapelo, guerras de antemano perdidas y en el quebranto de mis noches se alza la pesadilla de mi espada. Debería acometer la conquista de otros mundos, más allá de esta luz cegadora, sumergirme, insumisa, en las grutas de la certidumbre, hacer del fósil mi estandarte más inane.
Emprendo a veces, sin querer saberlo, a contrapelo, guerras de antemano perdidas. No ha lugar para la deserción, la traición es un tabú en la garganta y un reto salvaje. Al toque de la corneta, acomete la hecatombe. El viejo me acompaña, me enseña sus encías sin labios, irradia el hedor que declara mi derrota y yo bajo la espada, el mundo se descerraja. En el pasadizo de rocas vislumbro el vacío, y aun así…
Emprendo a veces, sin saberlo, a contrapelo, guerras de antemano perdidas y, sin embargo, no puedo, no quiero, no sé, retroceder acaso, huir, rogar por una aministía, dejar de empeñarme, maldecir, ser, ciegamente arrasar mi mundo ya sin vida.
A ras de suelo, en mi telaraña, urdo con hilos tercos la untuosa voz de los secretos. Hieren con voz de cristal, falsos, quebradizos, espejismos percutores a los que solo cabe enfrentarse a pecho descubierto. El tiempo es un toro que embiste impasible y arremete contra el recuerdo, agigantando la invención de un dolor sin paradero.
Un tiro en la sien dolería menos: sería un final sin dilemas, sin duelos ni padrinos, a sangre fría, un consuelo sin vestigios, sin testigos, sin herida, solo un cuerpo en su mortaja, cadáver inmortal que en el no ser resucita.
Mata la muerte postergada, el abanico de tus pestañas y las palabras adivinadas, las omitidas, las deliberadamente calladas, las que no ensucian el olvido inexcusable, el aroma del eucalipto, la paloma mensajera, el agua clara, la nada.
La memoria de la piel es un aserradero cuando la arena del reloj estalla, cuando las gaviotas huellan la playa en busca de una presa verde mar, tras un ejército de hormigas, atentas a sus renglones torcidos.
El amor es un bastardo sin hospicio, lo sabes, yo también. Pero se acerca la hora y al otro lado de la ventana las gaviotas, blancas, afilan su chillido y azuzan el hambre con su vuelo rasante. Cierro los ojos. Tú me miras desde tu abismo, desde él yo te miro.
El silencio es inmortal en este desmoronamiento de balbuceo sin vocales, apenas una consonante. Me desahucian los besos rotos ante el espejo, las hormigas hundidas en el vaso casi vacío, su líquido oscuro derramándose, atravesando fosforescente mis pulmones como un desafío.
Nada tiene sentido y, sin embargo, ahí está, ahí estoy, sin ti, conmigo, inerte, materia que estalla, arena disuelta, piel con memoria. Las gaviotas son testigo.
No sé cuándo fue
pero escuchaba a Pablo Milanés.
Anochecía en la cocina
mientras ungía guisos
bajo palio -la campana extractora-.
La encimera me prestaba su calor.
Ya no recuerdo
colores, aromas,
el sabor de posibles humedales.
En cambio, sé
que el tiempo
hervía en ollas a fuego lento.
Pablo Milanés cantaba
a Yolanda, aquella mujer,
y era el momento
quien mecía
mi mano adulterada
por una cuchara de madera.
Sí, recuerdo que Pablo
amaba a Yolanda
y que ella le colmaba.
Aún guardo su tacto
grave, cálido
entre mis dedos.
Hoy mi mano
desea regresar con Pablo
a la epifanía de su voz.